martes, 29 de junio de 2010

Habana, las ruinas que nos quedan...


Uno se sobrecoge de admiración y angustia.  Admiración por esos retazos de belleza que sobreviven a los pesares de cada día, por esa conservación casi sin querer que te lleva a preguntarte necesariamente en cómo y en cuando surgió cada rincón de esta vieja ciudad. Y angustia por el olvido y el respeto.

La ciudad en sí misma refleja su tristeza. Llora lamentos que pocos escuchan porque de ella nos acostumbramos a sus ruidos, a sus lágrimas, a los horrores. Y así de a poco quienes la vivimos vamos perdiendo la condición humana para convertirnos también en ruinas sin ningún amparo.

La Habana refleja lo que somos. Sus mismas cicatrices se muestran en el rostro de la gente; su misma hermosura. Las canciones que van de boca en boca salen de sus paredes y como suerte de boomerang regresan a ellas igual que cuando el ser vuelve a la tierra. Entre estos laberintos que nadie entiende todo ha cambiado en su esencia y sin embargo parece haberse detenido en el tiempo. Nunca sabremos jamás con cuanta conspiración o con cuanta inocencia se ha llegado a este punto sin retorno.

Las muchachas salen a las calles casi desnudas, llenas de brillos y gangarrias para disfrazar su poca esencia. Los varones giran en torno a temas tan triviales como alguna discusión sin otro sentido que hablar más alto y todos, al unísono, repiten el mismo estribillo que te taladra los oídos a media noche en un P14 “soy un bestia, yo puedo más que tú papi, escucha la melodía, que esto sí que es arte…”.

Así es la Habana y así es lo que va quedando de la vida; conceptos casi olvidados de lo que fue vivir y construir, de lo que fue respetarse a sí mismos y respetar.

Y así nos vamos quedando, inertes en la historia, a ver como espectadores el final de la novela, sin apenas darnos cuenta que somos, quienes vivimos en ella, los protagonistas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario